Mi viaje a Sudamérica
Me voy de nuevo. Lejos y esta vez no voy sola. Sí, el camino me llama. Me llama desde que volví de Asia. Es algo que no tiene remedio y la verdad es que no tengo muchas ganas de que así sea. Quizás cuando deje de hacerlo, dejaré de ser yo.
Cuando empecé a viajar lo hacía con el interés de descubrir otras culturas y nuevos lugares, aprender inglés y conocer a gente con distintos puntos de vista. Experiencias que te marcan la vida y que te guían para seguir pisando, paso tras paso. Poco a poco he ido modelando la forma en la que me gusta viajar, una más responsable y solidaria.
«¿Para qué sigues viajando?», me preguntan insistentemente. «¡Debes haberte recorrido ya casi todo el mundo! Poco te queda ya, ¿no?». Y yo contesto entre carcajadas que no, que cuanto más viajas, más te queda por descubrir. Cada destino tiene un nuevo reto, una nueva historia por escribir.
No me voy para escapar de la vida, es más me voy para aferrarme a la vida, esa que pasa mientras perdemos el tiempo enfrente de la pantalla de un ordenador viendo cómo otros viven la suya. No me voy porque tenga miedo o por la inseguridad laboral de mi país, me voy porque me hace falta oler nuevos ambientes, respirar otras tradiciones y sonreír de otra forma. No esa sonrisa forzada que finges porque sí, no. Esa que sale de dentro y te hace sentir mejor.
Me voy porque la vida pasa a un ritmo agigantado y no quiero verla escurrirse mientras me ahogo entre pensamientos negativos y de «crisis». Aunque mucha gente insista en que dejar trabajos «estables» de lado (¿qué es estable hoy en día, digo yo?) para vivir la aventura que tú quieres es arriesgado, es la parte que menos miedo me da. No, eso no me da miedo. Me da más respeto que les pase algo a los míos cuando yo esté fuera, por ejemplo.
En mi siguiente viaje quiero dar otro paso; no solo viajar y compartir con los lugareños en la medida de lo posible sino tener un impacto mayor en la sociedad que me mueva.
Mi viaje por Asia: un antes y un después
El viaje que hice por Asia durante seis meses me marcó de una forma en la que pocos viajes han hecho. Descubrí que la gente está dispuesta a ayudarte porque sí, sin pedir nada a cambio.
Descubrí una familia tailandesa que me abrió sus puertas durante diez días. Descubrí una organización budista que ayuda a las comunidades locales para que tengan acceso a una mejor calidad de vida.
Descubrí una aldea en el medio de la paz de la naturaleza filipina que me ofreció quedarme en su casa y me enseñó sus tradiciones milenarias. Descubrí la sonrisa filipina, esa que me acompañará siempre y sobre todo me di cuenta de que no hace falta «tener todo» para regalarle una sonrisa al mundo. Si bien te digo que no he visto un país que sonría tanto a pesar de los desastres naturales, de su día a día luchador y de su politiqueo corrupto, no miento.
En esos meses me di cuenta de que recibí más de lo que necesitaba o quizás de lo que merecía. Por eso quiero devolver esa sonrisa filipina, esa fuerza, esas ganas de vivir en mi próximo viaje.
Mi viaje por Sudamérica, en principio desde Perú a Venezuela por tierra, está marcado por un proyecto que surgió de unos meses en los que no hice «nada» para algunos ojos, «solo» escribir un libro. Y escribí, escribí, sobre mi experiencia en Asia, sobre mis andanzas por ese lindo continente. De ahí surgió mi primer libro, Andando descalza, un paseo por la impermanencia del budismo, por las locuras del viaje y por las enseñanzas de cada paso. Como no quiero encadenarme a una editorial, que exprima todos mis derechos y se quede con todas las ganancias, he decidido crear el proyecto «Un libro, una sonrisa» con el que aportar mi granito de arena.
¿Para qué ayudar a las comunidades locales por el camino?
1. Al guiarme por mi instinto, por los proyectos que vea que funcionan de verdad y cuyos beneficios no acaben solo en las manos de unos cuantos de arriba, el dinero acabará en el lugar idóneo. Apoyaré a pequeñas ONG que ayuden en el día a día de sus ciudadanos y a entidades que apoyen a la comunidad y que creen ambientes de armonía y bienestar.
2. De esta forma, nos adentraremos más en la vida de los lugareños, en aquellos lugares a los que no llegan las dichosas guías de viajes. Yo creo que los lugares secretos son secretos por alguna razón. Adentrarte en los restaurantes, puestos callejeros o festivales donde solo van los lugareños es más fácil si lo haces con alguien que se ha criado en esa zona.
Que sí, que las guías te ayudan, te dan consejos sobre dónde ir, qué llevar, qué visitar pero raramente te llevarán a aventuras como comer con una familia de doce alrededor de un tajiné enorme en Marruecos, un cumpleaños improvisado de un señor en las calles de Puerto Princesa que te invita a comer con ellos como si fueras de la familia o hacerte amigos de un grupo de policías que te llevan a casa en la moto oficial.
3. Conocer a los lugareños es la mejor manera de aprender de la cultura en la que estás inmerso. Ver cómo la gente le echa de comer a los peces en Bangkok en cantidades ingentes para que les traiga buena suerte, a los hindúes tocar la campana antes de entrar a cualquier templo o que en los funerales chinos budistas lo que predomina es el color amarillo y te dan una bolsa de comida al final, solo lo podrás ver de primera mano si te adentras de lleno en la sociedad. Y qué mejor que un lugareño para enseñarte su cultura.
4. A la vuelta (si es que se vuelve) uno vendrá con la mochila llena de experiencias y memorias que compartir no con souvenirs que acaban escondidos en un cajón. Sé que este punto puede herir los sentimientos de aquellos que coleccionen dedales o cucharas de plata de las distintas ciudades que visitan y mis mayores respetos a quién quiera tener un rincón de su casa dedicado a tal fin pero yo, prefiero llevar conmigo los recuerdos, las experiencias, los lugares no marcarlos con cosas que acabarán cogiendo polvo.
La vida pasa y yo no quiero pasar de ella. Me voy por todos esos instantes que me quedan por vivir.
¿Te vienes conmigo?
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Reflexiones sobre ese viaje de seis meses por esa tierra bella: